Sobre buenos y malos gobiernos



Desde hace bastantes años a esta parte el término democracia goza de prestigio casi universal. Todos los regímenes políticos del mundo occidental y muchos de los que no pertenecen al mismo se autodenominan democráticos. Los que por evidentes y ostentosas aberraciones formales no pueden hacerlo descaradamente todavía, se justifican afirmando que han iniciado su particular carrera hacia esa meta pedaleando fuerte, a fin de integrarse cuanto antes al pelotón. El prestigio del término esta indefectiblemente unido al prestigio, mucho más antiguo, de términos como igualdad y libertad que todos nos jactamos de defender. En la actualidad también se le relaciona estrechamente con términos como eficacia o eficiencia en clara y exclusiva referencia al desarrollo económico constante y la consiguiente satisfacción de las inagotables ansias consumistas del personal. Lo que ocurre es que, como todos estos conceptos no pueden definirse sin suscitar necesaria e inmediata contestación, no disponemos de criterios objetivos, ni empíricos ni matemáticos, que nos permitan establecer un ranking indiscutido e indiscutible entre las diversas organizaciones políticas. Pero no nos resignamos con facilidad y pese a todo seguimos esforzándonos por establecer un orden clasificatorio, como si de una competición deportiva se tratara, y disfrutar o penar meditando sobre el lugar que ocupamos en el mismo y sus posibles causas o remedios. Puesto que, como hemos dicho, la democracia se considera, sincera o hipócritamente, condición necesaria y suficiente para alcanzar el resto de objetivos que hoy la gente considera imprescindibles para sentirse contenta y feliz, creo que una gran mayoría estaría dispuesta, a botepronto, a valorar la salud de la organización política bajo la que vive en función del grado de democracia de que dispone. Pero aun aceptando teóricamente este patrón de medida, en la práctica sirve de bien poco, porque como ocurre con la mayor parte de los conceptos que se utilizan en el ámbito moral o social la democracia tampoco puede ser “científicamente”, es decir, clara y distintamente percibida, definida y verificada, como si de una substancia aristotélica o cartesiana se tratara.

¿Qué es democracia? ¿El gobierno del pueblo, que se manifiesta en el placet o el consentimiento más o menos duradero de los gobernados a sus respectivos gobernantes? Sin embargo, esto puede ocurrir bien porque el gobierno se pliega a la voluntad del pueblo, o bien porque éste se ajusta obediente y sumiso a las exigencias y los deseos de aquél. Cosas muy distintas y que, sin embargo producen el mismo resultado. En nuestra época, como anticipara Tocqueville sólo se puede gobernar con vestido o disfraz democrático y nada más parecido a la genuina democracia que el totalitarismo refinado. Puesto que los extremos se tocan, la democracia “original” y el “último” totalitarismo pueden tener la misma forma a pesar de su antitético contenido. Pienso que algo de eso bulliría en la cabeza de Rousseau cuando en El Origen de la Desigualdad entre los Hombres escribió lo siguiente:
Llegamos aquí al último límite de la desigualdad y al punto extremo que cierra el círculo y toca el punto de donde hemos partido. Aquí todos los individuos vuelven a ser iguales puesto que no son nada. Y puesto que los súbditos no tienen otra ley que la voluntad del amo, ni el amo otra norma que sus pasiones, las nociones del bien y los principios de la justicia desvanécense de nuevo. Todo retorna en este punto a la sola ley del más fuerte y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza que difiere de aquel por el que comenzamos en que uno era el estado natural en su pureza, mientras este último es el fruto de un exceso de corrupción.

A pesar de cuanto venimos diciendo, no nos parece imposible, ni siquiera difícil mediante reflexión sobre la experiencia vital acumulada, dar con un criterio válido para deslindar dichos contradictorios espacios. En Pueblo y Poder (2007) expusimos nuestro punto de vista al respecto y tendremos ocasión de volver sobre ello. Aquí y ahora nuestras intenciones son otras.

Siempre nos llamó la atención la forma en la que Rousseau resuelve el problema del Mejor Gobierno, es decir, el más y el menos democrático en un continuo circular que tiene como elementos extremos los ideales de libertad y despotismo. A él le resultaba sorprendente que se pasara por alto una señal muy sencilla que permitiría dirimir “objetivamente” la cuestión y creía que sólo podía deberse a mala fe generalizada. Para Rousseau la mejor y única manera de diagnosticar siguiendo cánones científicos en boga, la salud política de una sociedad consistía en observar sus tasas de natalidad y emigración. En ausencia de otros condicionantes extraños, “el gobierno bajo el cual los ciudadanos pueblan el territorio y se multiplican es infaliblemente el mejor y aquel bajo el cual un pueblo disminuye y decae será el peor”. Y el ginebrino acaba con consejo un pelín irónico dirigido a los adictos a la imparcialidad, a la estadística, a la “ciencia positiva”en general: “calculadores, ahora es vuestro asunto: contad, medid, comparad”.





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