De la existencia de los pueblos







Todos los grandes peligros que amenazan a la humanidad con la extinción
son consecuencias directas del pensamiento conceptual y del discurso verbal.

K. Lorenz, On Aggression





Una gran parte de la teoría y práctica políticas continúan apelando al pueblo en apoyo de la bondad de sus tesis y aspiraciones políticas, sin que el término haya merecido, por eso, largos y profundos análisis. Frecuentes invocaciones al pueblo apenas sirven para resolver disputas y, mucho menos aún, conflictos políticos, porque el significado del término depende de intereses, deseos o emociones más que de un examen desapasionado. Se utilizan expresiones como “gobierno del pueblo” para ensalzar un régimen y otras como “populismo” para descalificarlo o demonizarlo. Tratándose de términos o conceptos políticos no puede ser de otra manera. Por lo tanto, el debate en torno a lo que la palabra pueblo significa sólo produce decepción y frustración en personas ingenuas o bien intencionadas, pero esto no significa que pueda dejarse de lado.

Esta indefinición resulta siempre cómoda y provechosa para los grandes imperios y sus acólitos, que reparten el título de pueblo en función de sus intereses. Así, cuando los vencedores proclamaron durante la Primera Guerra Mundial y la subsiguiente Conferencia de Paz, el Derecho de Autodeterminación de todos los pueblos, éstos sólo existieron en el ámbito territorial bajo jurisdicción del enemigo, pero nunca en el propio. España y Francia han sido -no los únicos, por supuesto- pero sí modelos y colaboradores estrechos en el mantenimiento ultravisceral de esta actitud negacionista. El pueblo corso, el pueblo vasco, el pueblo catalán, el pueblo bretón, el pueblo gallego, el pueblo canario ...., no existen, ni han existido nunca, por decreto; es obvio que lo que no existe no puede reivindicar derecho alguno. Así evitan reconocer lo que, por otra parte, se han comprometido a respetar.

Puesto que “todo derecho es política”, el Derecho Internacional también lo es. Si consultamos un libro sobre la materia, nos dirá que los sujetos de tal derecho no son las naciones (como parecería deducirse de su denominación), sino los estados. Si en ocasiones se utiliza el término pueblo, como por ejemplo cuando se debate en torno al Derecho de Autodeterminación, es por haberlo convertido en la práctica –como Kelsen había caído en la cuenta ya en 1951- en sinónimo de estado. De ahí que el principio de Integridad Territorial del Estado prevalezca siempre en la teoría y práctica jurídicas frente al derecho de secesión de los Pueblos que, a veces, lo integran. Los mapas de la época reflejan este mismo punto de vista. Mas para nosotros, no son los estados, ni los gobiernos, ni siquiera estrictamente las naciones, sino los pueblos, los artífices del desarrollo social, para bien o para mal, de la humanidad desde sus inicios hasta hoy, porque sólo ellos ejercen el poder efectivo y el equiparable -en extensión e intensión- derecho natural anexo o inherente que conllevan. Si se afirma, como ocurre en general, que son los estados los agentes principales del proceso histórico-social, es porque estos últimos han engullido, masticado y digerido a los pueblos confundiéndose e identificándose con ellos. El estado es ahora un pueblo1 (aunque puede haber más de un pueblo dentro de sus fronteras reconocidas) o el pueblo ha devenido estado al entregarse voluntariamente en cuerpo y alma al (Gobierno) del Estado.

No negamos que naciones, estados e incluso gobiernos (“aunque puede resultar paradójico, ... en una Monarquía el Rey es el Pueblo”) sean especies del género, pero han habido y siguen habiendo pueblos sin estado, sin gobierno separado, y que, por tanto, tampoco pueden considerarse propiamente naciones, ya que la definición de nación incluye -a mi juicio-, desde su irrupción en el vocabulario político alguna dimensión estatal, reconocida o no, pero necesariamente efectiva y perceptible como tal. Los pueblos pueden presentar o no esa marca, pero su capacidad para adaptarse a las condiciones que exige su conservación les ha ido dotando a lo largo del tiempo de la imprescindible o requerida efectividad. Todas las entidades políticas “sustantivas” son necesariamente desarrollos o mixtificaciones de un pueblo, especies legítimas o ilegítimas del género. Los que, por uno u otro motivo, no fueron capaces de evolucionar adecuadamente han perecido o perecerán, sin remedio.

Por tanto, sería erróneo creer que la efectividad política es exclusiva de los pueblos que son -o disponen de- Estado. Antes de la aparición del estado los pueblos resolvían problemas que debemos considerar políticos mediante la totalidad del poder social que ejercían, sin órgano separado de poder. Existían. Porque en política en general y para el derecho internacional o sus equivalentes históricos en particular, las ficciones no cuentan. Los pueblos particulares, a diferencia de los individuos aislados, no son ficciones jurídicas abstractas, ni construcciones de la imaginación, ni meros entes de razón. Topamos con ellos inmediatamente en el transcurso de nuestras vidas, como facilidades u obstáculos en la ineludible realización del gene-culturalmente prescrito o fatal, en parte, y escogido, en parte, proyecto vital que somos, individual y colectivamente, en cada momento.

Los pueblos son algo más que agregados de individuos. Con diferentes nombres a lo largo de su dilatada trayectoria evolutiva, son conjuntos humanos diversamente organizados (materia y forma a la vez), inmediata o pre-reflexivamente conscientes de su identidad, nómadas o sedentarios, pero en cualquier caso, adscritos a un territorio que consideran de uso exclusivo y que satisfacen, duradera y efectivamente, sus necesidades -que trascienden la suma de las necesidades de los miembros particulares que lo componen-, mediante el empleo de aptitudes, recursos y energías que controlan directa o indirectamente.

Un pueblo es un subconjunto o miembro del conjunto de pueblos del mundo. Cada pueblo siente como una amenaza para su supervivencia la existencia de los otros pueblos que conforman y limitan su horizonte vital, con los que está en permanente estado de inexorable enemistad o de “guerra”, aunque por razones evidentes mantenga alianzas o amistosas relaciones coyunturales con algunos. “El hombre 'quiere' concordia, pero la naturaleza quiere discordia”. La agresión y la “guerra” son instintos o predisposiciones naturales de los pueblos y de los hombres, pero no así la estructuración de aconteceres violentos, por frecuentes que sean, en específica y duradera situación o institución definida por la relación gobernante-gobernado y el consiguiente estado de guerra. El Estado es un artificio. Alguien lo ha considerado una obra de arte; otros han preferido compararlo con una complejísima máquina. Obra, pues, de los pueblos, al servicio de sus intereses. Erigido el primero, los demás fueron y son todos forzosos o irremediables. Con su aparición el Pueblo ha dejado de ser amo de la Palabra.

No sé si hay mapas que colorean pueblos en lugar de estados, pero debería haberlos. Nos costaría menos entender los cambios que experimentan esos propios mapas con el paso del tiempo. Los pueblos existen en su concreta singularidad y no admiten otra definición que la ostensiva, como elementos in actu, es decir, ejecutando efectivamente lo que son, bien en relación consigo mismos fraguando constituciones absolutamente democráticas como resultado de su inherente ejercicio de autodeterminación, bien en relación transitiva y asimétrica con otros pueblos, dando lugar a la gama de regímenes que van de la democracia al totalitarismo moderno. Caemos en la cuenta de la importancia que la existencia de otros pueblos tiene para nuestra perseverancia en el ser antes de reflexionar o verter “conceptos adecuados” (Bergson) sobre la semántica del término. En sentido riguroso afirmar que un pueblo existe no es otra cosa que el inmediato tomar en cuenta el efectivo ejecutarse de aquel en la determinada circunstancia que nos constituye y la también efectiva y recíproca respuesta espontánea que conlleva por nuestra parte o por parte de otros pueblos. Contrastada y señalada así la existencia de un pueblo podemos a continuación describir o fijar conceptual o verbalmente los innumerables atributos que lo definen, lo que podemos denominar su esencia. Ellos componen la totalidad del poder en ejercicio, es decir, la unidad y singularidad de cada pueblo. Una cualquiera de esas características puede bastar para diferenciarlo de los demás. La raza, la lengua, la religión, la historia, las costumbres, el control desigual de recursos de cualquier género, o el territorio, han sido los más utilizados. Pero la existencia no es uno de esos atributos o características esenciales, sino la previa condición de la efectividad de cada uno y del ente que componen en conjunto. Podemos pensar en un pueblo ejecutando su esencia, “pero pensar en la ejecución de algo no es efectivo ejecutarse algo”.

Denominamos poder a la actividad sostenida de un determinado pueblo en la consecución (no elegida) de sus objetivos naturales de supervivencia y bienestar. Desaparecida la idea de que todo poder procede de Dios o de la Razón (es decir que son Dios o la Razón Universal quienes determinan el curso de los acontecimientos) acaba por imponerse la evidencia de que el poder reside en el pueblo. “Los pueblos son siempre los que mandan, sea cual sea el tipo de Gobierno”. Pero no es que resida en el pueblo como sustancia o agente previo que ejerce, o no, a posteriori, una cualidad que “posee”, sino que el poder es lo que le constituye como tal, manifestación o presencia de su esencia actualizándose, “siéndose”, como extremo de una relación perceptible en nuestra experiencia vital –“saber constitutivo del ser radical del hombre”- por inserta en la circunstancia que nos constituye, ventaja o desventaja, con la que contamos en la inexorable y esforzada tarea de asegurarnos y labrarnos Nuestra vida, la de cada cual. De modo que los grupos humanos sin el poder suficiente para sobrevivir, para constituir elementos básicos de la relación descrita, no pueden considerarse pueblos, son como abortos, nadie se acuerda de ellos, “han sucumbido como si nunca hubiesen sido”; como si fueran propuestas de pueblos a los que el comercio con un entorno demasiado duro hubiera hecho inviables. Los pueblos se reconocen porque son capaces, actual o previsiblemente capaces, de alterar la configuración del mapa y generar en cada momento el orden o el desorden, el grado de libertad o de caos, de la sociedad global. “Existen porque resisten, resisten porque existen”. “Siglos de resistencia contra el imperialismo son la prueba irrefutable de la existencia del pueblo vasco”2.

A partir de finales de la Edad Media, en sincronía con la aparición de una nueva forma de estado y del resto de cambios sociales que van a constituir la Modernidad, los pueblos devienen naciones de uno u otro signo, democráticas, despóticas o totalitarias, mejor o peor adecuadas política, económica e ideológicamente a la situación del momento en función de sus particulares intereses.

Si procedemos a ordenar hoy ese conjunto referencial mediante la relación “ser igual o más poderoso que”, el conjunto quedará totalmente ordenado, porque dicha relación tiene todas las propiedades necesarias para ese cometido. Su representación tendrá la forma de una pirámide, truncada o no, de amplísima base y una, dos o varias naciones-estado en la parte superior reflejando el carácter unipolar, bipolar o multipolar del máximo poder en la contemporaneidad. Los diversos elementos del conjunto, pueblos singulares, con nombre propio y en diferente estadio de evolución política, ocupan una posición determinada por el poder que ejercen en su relación con todos los demás, a los que consideran enemigos actuales o posibles. “Los reyes y personas revestidas con autoridad soberana, celosos de su independencia, se hallan en estado de continua enemistad, en la situación y postura de gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro”. La discriminación entre amigo y enemigo se ha convertido en categoría fundamental para la comprensión de la política.

Puesto que en el mundo contemporáneo se trata de naciones en conflicto, el sistema global que generan recibe la denominación de imperialista. Los poderes superiores, los únicos plenamente independientes, son imperios por antonomasia. Otros tienen que contentarse a regañadientes con participar en el festín como invitados segundones, “terceroles”, ... y así sucesivamente en la medida de su poder. Los demás hacen lo posible por sobrevivir, resisten como pueden en el sistema, tratan de mejorar su posición en él aprovechando como pueden o saben, sin otra consideración que su propio interés, las oportunidades que se les presentan o se les permiten; y cuando no pueden más desaparecen. Descubren así el verdadero significado político de la igualdad de todos los estados que proclama hipócritamente el Derecho Internacional.

Con esto no queremos decir que todos los pueblos están insuflados del mismo ardor imperial. Ello depende también de su organización política interna. Un pueblo que desea la libertad y la igualdad, con raíces y memoria democráticas, pronto se da cuenta de la contradicción que existe entre democracia y nacionalismo expansionista, pero casi siempre es demasiado tarde para rectificar: “porque lo cierto es que vuestro imperio se ha transformado en despotismo, cosa que no se tiene por buena, pero que nunca puede soltarse de repente sin gravísimo daño”. El sistema imperialista posee y se rige por sus propias reglas que no tiene sentido ignorar.

Los “pueblos de dioses” si, como se nos dice3 los hubo, no fueron imperialistas. El imperialismo es resultado del surgimiento o de la liberación -acontecimiento sumido hasta ahora en las cavidades oscuras de la historia- del deseo de poder y del correlativo deseo de obediencia y la concomitante aparición del estado.... y de La Razón. El hombre, en posesión -merced a la selección natural- del gen prometeico, quedó deslumbrado por su propia capacidad de razonamiento lógico-matemático. A partir de determinado momento histórico decidió que solo las ideas “claras y distintas” debían merecer el título de existentes. Con esos ladrillos se aprestó a construir el edificio social, homogéneo y globalizado, en el que “el Hombre sin atributos” podría ya vivir en paz y prosperidad, tras ser desarmado, desalmado y domesticado.

Pero como hemos visto, la existencia no puede ser contenido de ninguna idea como evidenció, sin pretenderlo, Anselmo de Canterbury en su afán de probar la existencia de Dios a partir de la idea que de Él puede hacerse incluso el Insensato. En el ámbito de la efectividad (ámbito de la vida y sus actividades inherentes, como la política) la existencia no coincide con la esencia, no puede pues derivarse de ésta, sino que, al contrario, es precondición, prelación o precedencia ontológica necesaria respecto de la ejecución efectiva de esta última. La existencia es un constituyente ontológico indefectible de los entes entre los que se establecen las relaciones legales que regulan el espacio políticamente demarcado.

La política y el derecho se basan en gran medida en el Principio de Efectividad. Este principio impregna el conjunto de leyes que componen lo que denominamos Derecho Internacional, sin margen para ficciones o ensoñaciones por bellas que puedan parecer. La fuerza es el regulador principal de la configuración piramidal que hemos descrito y los cambios que experimenta.

La existencia de un pueblo solo puede percibirse en la presencia mutua, en el saber inherente que esta reciprocidad genera espontáneamente en ellos, interrelacionados siempre conflictivamente por el mero hecho de ser “Otros que Nos-otros”. Creer que el debate o el diálogo pueden sustituir a la posibilidad del conflicto, a la relación amigo-enemigo, como la verdadera expresión del carácter de las relaciones entre los pueblos, es un error. Ningún componente de los que integran la esencia histórica de un pueblo (su cultura, su economía, su historia, su religión, etc.) tiene garantizada su continuidad sin garantizar su existencia. La última garantía de la existencia de un pueblo es la actualización e institucionalización de la potencia, poder y fuerza que le constituyen contra los que pretenden liquidarlo por los mismos medios más o menos camuflados de pacíficas instituciones ad hoc. Cuando el conflicto natural o espontáneo, permanente, en torno a cualquiera de las múltiples características que constituyen la singularidad y diversidad de los pueblos se encona y alcanza un alto nivel de intensidad, el conflicto adquiere categoría refleja y masiva de “político” y se define como tal, es decir, como enfrentamiento existencial que sólo puede acabar con la derrota del enemigo por medios violentos. La guerra, o la amenaza de la misma, manifiesta entonces en la superficie la presencia que en todo momento le corresponde per se en la estructura misma de la relación social. Nadie pone entonces en duda la existencia de los pueblos contendientes. La conciencia de la posibilidad de la “muerte” (genocidio-etnocidio) descubre el ámbito de la política, su realidad y necesidad.

Política es la actividad mediante la que sostenemos y defendemos la nación y el estado, -la fuerza física y espiritual que nos constituye- objetivados en corporaciones o instituciones de diferente signo, en las que estamos, nos movemos y somos.

Entre la nación y el estado moderno tiene lugar una mediación recíproca incesante que no se debe eliminar, ni interrumpir, ni postergar sin grave riesgo. Al contrario, hoy más que nunca es preciso fomentar y consolidar esa mediación si queremos seguir ocupando en la historia el lugar que nos corresponde.

Los hombres y los pueblos son lo que son y se comportan como son, por mucho que a algunos les convendría y prefirieran que se comportaran de otro modo. En el mundo y el tiempo en que vivimos, los interesados en un comportamiento diferente de los pueblos sometidos u ocupados, más razonable y ajustado a lo que han decidido y convenido Ellos que sería beneficioso para la humanidad, no se resignan a ser malhumorados pero pasivos espectadores de nuestra “irracionalidad” y ruina consiguiente, sino que disponen de abundantes medios disuasorios de todo tipo para conducirnos, contra nuestra voluntad, por el “buen camino”. Se sirven de elecciones y concesiones de derechos concebidos, programados y otorgados por los mismos que pretenden asegurarse, ante la eventualidad de la guerra, el monopolio particular de la violencia y de la identidad nacional o solidaridad moral natural, construida o imaginada, pero efectiva y necesaria.

La política es la continuación de la guerra por otros medios: “La violencia no es la herida destinada a cicatrizarse en la regularidad de la política, es su fondo ineliminable”. En esta situación un pueblo que abandona la política entendida de esta manera y pretende sustituirla por el diálogo (en el ámbito del pensamiento) y la competencia o la gestión (en el ámbito de la economía) se expone a desaparecer. La “buena” administración de las cosas no puede ocupar el lugar vacío de la política. Cuando ocurre, desaparecen también, más o menos pronto, todos los ingredientes que componen su singularidad. Su pacifismo no va a impedir que haya quien lo convierta en objeto de sus ansias de poder: Si vis pacem, para bellum. “Porque un pueblo haya perdido la fuerza o la voluntad de sostenerse en la esfera de lo político, no va a desaparecer lo político del mundo. Lo único que desaparecerá en ese caso es un pueblo débil”.





1. “En otros lugares hay pueblos; pero no entre nosotros, hermanos, entre nosotros lo que hay son estados. ¿Qué es el estado? Escuchadme, que vos a hablaros de algo que mata a los pueblos. Llaman estado al más frío de todos los monstruos fríos. Al que miente con toda frialdad cuando dice que él es el pueblo”

2. Aquí radica el fondo de la cuestión; lo que ha inducido al autor a escribir estas líneas para tratar de resolver sus propias dudas.

3. Egalitarian anarchic communities did in fact survive for millennia. Homo sapiens lived in such communities for nearly all of his forty or fifty thousand years. Michael Taylor, Community, Anarchy and Liberty. (Cambridge University Press, 2000, p. 3).

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